CINCUENTA AÑOS JUNTOS
“Confianza mutua, una predisposición
decidida de ayuda recíproca y una gran capacidad de sacrificio para saber
renunciar a esa comodidad que se pierde cuando surgen nuevas
responsabilidades”, ingredientes necesarios para mantener una relación de
pareja y el matrimonio”.
Cuando una pareja tiene la suerte
de permanecer casada durante cincuenta años, es bueno hacer un alto en el
camino y repasar la película de lo vivido hasta ese momento. Somos humanos y
pretender descubrir únicamente escenas románticas en esa proyección es no tener
los pies en el suelo; mejor dicho, es verdad que puede haber matrimonios
perfectos -alguno conocemos que ya está en los altares-, pero, en cualquier
caso, nuestro matrimonio no es de los perfectos.
Hay que comenzar siendo
sinceros y reconocer que, a pesar de haber nacido en hogares con
profundas creencias cristianas y haber sido educados en colegios religiosos,
nosotros llegábamos el matrimonio, como tantos otros, no muy conscientes del
paso que estábamos dando; sin acabar de valorar en su total dimensión la
realidad de ese sacramento.
Si en estas líneas nos permitimos opinar sobre los
primeros cincuenta años de nuestro matrimonio, para nada nos mueve el deseo de
evangelizar a nadie; entre otras razones porque tampoco podemos presumir de ser
ejemplarizantes en muchos aspectos. Únicamente deseamos exponer las realidades
vividas en esta etapa, sus luces y sus sombras, los momentos felices, y los no
tanto. Por supuesto que todo el mundo es libre de enfocar su propia vida de la
forma que considere oportuna. Dentro de la felicidad por haber podido llegar
juntos hasta este día, nos limitamos a comentar la fórmula empleada para
disfrutar de las alegrías, y alguna receta para sobrellevar los momentos
difíciles, que no son pocos.
Los pocos años, la escasa
preparación y la deficiente información de lo que te espera en el
matrimonio, te obligan a tener que aprender sobre la marcha, Si la decisión que
se toma en cada momento es la más adecuada, miel sobre hojuelas; de lo contrario,
comienza el desaliento, los desengaños y, lo que es más triste, se va agotando
la paciencia y desatando, poco a poco, ese lazo que une marido y mujer.
Pero quien solamente busque en el
matrimonio culminar una relación de pareja para formar un hogar bajo cuyo techo
queden a salvo aquellos aspectos coincidentes durante la etapa de noviazgo, por
muy enamorado que se esté, siempre se quedará corto y sufrirá más de un
sobresalto.
Sin entrar a valorar el carácter
religioso que para nosotros tiene el sacramento del matrimonio, hay conceptos
que deben empapar la vida y las voluntades de toda pareja que desee unir sus
vidas para siempre. Dos personas que pretendan casarse deben partir de un
soporte mínimo de coincidencias. Por muy pintoresca que resulte una pareja que
sepa sobrevivir en paz, aunque sus preferencias en temas políticos, morales o
culturales resulten diametralmente opuestas, siempre tendrá más probabilidades
de sufrir roces que quienes, de antemano, ya coinciden en la forma de pensar o
de relacionarse. Dicho lo anterior, el matrimonio representa la unión de hombre
y mujer que aportan en ese momento, además de un amor sincero a prueba de todas
las tentaciones de la vida, una confianza mutua, una predisposición decidida de
ayuda recíproca y una gran capacidad de sacrificio para saber renunciar a esa
comodidad que se pierde cuando surgen nuevas responsabilidades.
La luna de miel, por desgracia, no
es eterna. Y no lo es aunque marido y mujer no vean disminuir su amor. Las
nuevas obligaciones, el cuidado y crianza de los niños, cuando llegan, el afán
por lograr ajustar adecuadamente la economía a las necesidades del hogar –algo
que para muchos resulta una completa novedad-, el evitar a todo trance esa
contestación de la que inmediatamente nos arrepentimos; todo ello y muchas
cosas más, pueden ir resquebrajando las ilusiones de los primeros días, si no
se tiene el firme propósito de estar siempre enfrentado al desaliento y abierto
continuamente a amar, condescender, ayudar, animar y esperar con los brazos
abiertos al otro. Por supuesto que no es nada fácil. Cuando no se tenga la
seguridad de poder sacrificarse hasta esos extremos, es mejor no dar el paso y
reconocer que lo que nosotros sentíamos por nuestra pareja no era amor.
Nosotros miramos para atrás y nos llena de felicidad contemplar a nuestros hijos, el ambiente en que se han criado, la satisfacción que cada uno de ellos ha sentido completando su formación, las nuevas familias que han formado y la llegada de esos nietos que, de alguna forma, son nuestra prolongación. Todo ello son razones más que suficientes para decir muy alto que ha merecido la pena. Ahora nos disponemos a seguir con la misma fórmula todo el tiempo que Dios quiera mantenernos juntos.
Nosotros miramos para atrás y nos llena de felicidad contemplar a nuestros hijos, el ambiente en que se han criado, la satisfacción que cada uno de ellos ha sentido completando su formación, las nuevas familias que han formado y la llegada de esos nietos que, de alguna forma, son nuestra prolongación. Todo ello son razones más que suficientes para decir muy alto que ha merecido la pena. Ahora nos disponemos a seguir con la misma fórmula todo el tiempo que Dios quiera mantenernos juntos.
Neme Sánchez Sierra
Francisco López Celado